Como peceras redondas, brillantes, el pez negro que se encuentra en su interior baila al ritmo de mis movimientos, sin perder compás alguno, siguiendo mi figura de arriba a abajo. Os hablo de la pecera llamada córnea y el pez llamado iris.
Puedo sentir sus miradas como flechas que se clavan por todo mi cuerpo. Crean una tensión magnética apreciable que a veces me incomoda o me hace luchar en contra, pero la batalla es dura; primero debo romper mis límites personales para poder romper los de mi contrincante. Un duelo de miradas no siempre funciona como desearía, no siempre terminan por abandonar y apuntar a otro lugar, sino que esto les da pie a aproximarse, a hablar, a preguntar, a saber más de mí. Ni soy una tumba, ni una caja fuerte, ni una caja de secretos, solamente necesito de momentos de meditación, momentos de contemplación, momentos para no hablar, momentos para no repetir. Pero vale la pena probar suerte (con el duelo) para poder notar su resistencia, intensidad y constancia. Desisto tantas veces ante estos luchadores infatigables.
Miradas para todos los gustos. Algunas veces como un perro hambriento a la espera de alguna cosa por caer de la mesa. Otras como mosquitos; sin rumbo concreto pero que escucho su zumbido o siento su picada. También como televidentes enganchados al televisor donde cualquier programa que dan les mantiene atrapada la atención.
Sin intención alguna, solo por el arte de mirar que miran, por el hecho de ser nuevo en el paisaje. Y es que el blanco de la córnea contrasta mucho con el negro brillante de su iris y el color oscuro mate de su piel, como tirar un par de canicas blancas al barro blando, resaltan, parece que floten. Algunas veces son rojos como llamas intensas. Entramado de raíces rojas sobre fondo blanco.
Esas caras inexpresivas donde intuyo pasividad y aburrimiento, como también misterio y maldad. La mirada debería ir acompañada de una expresión facial para facilitarme el trabajo y no surcar en mares de dudas. Si ellos miran, ¿no miro yo también?
Los niños miran como sorprendidos, como la primera vez que vieron un elefante. La inocencia les envuelve y no puedo remediar sacarles la lengua mientras veo, a través de la ventana barrada, árboles corriendo.